HOMO SOVIETICUS Sobre la actualidad de “El fin del Homo sovieticus” de Svetlana Aleksiévich

Hace diez años, la obra El fin del “Homo sovieticus” tuvo su debut. En veinte relatos, recopilados entre 1991 y 2012, la autora nos da a conocer las voces hasta entonces inauditas de personas de la antigua Unión Soviética, reflexionando sobre sus propias vidas antes y después de la perestroika. La pregunta sobre cómo el régimen logró transformar a individuos en fieles súbditos de un autoritarismo perenne, le infunde a este trabajo una importancia urgente en el contexto actual.

Imagen: Anatoliy Shostak.

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En El fin del “Homo sovieticus” de Svetlana Aleksiévich, personas de la antigua Unión Soviética cuentan sus propias historias familiares en conversaciones sinceras de cocina en el pequeño hogar: primero entre 1991 y 2001, como “Diez historias en un interior rojo”, luego entre 2002 y 2012, como “Diez historias en medio de ninguna parte”. Se trata de confesiones íntimas en las que los entrevistados comparten con Alexiévich, una oyente paciente y compasiva, el sentimiento de vivir un destino trágico y común. En el espacio “libre de espías” de la minúscula cocina familiar, las personas recuerdan los eventos alrededor de la perestroika, reflexionan sobre los efectos de los trastornos políticos del país en sus propias vidas y rememoran a menudo las experiencias traumáticas de sus padres y abuelos durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Mientras que, en la primera parte, “El consuelo del apocalipsis”, los recuerdos se entrelazan con la noción al principio esperanzadora, luego ilusoria, y finalmente retorcida de la libertad tras el repentino fin de un régimen totalitario, en la segunda parte, “El encanto del vacío”, estos de manifiestan como un sentimiento de impotencia ante un nuevo y despiadado “capitalismo ruso” de fuertes rasgos soviéticos. Aleksiévich deja claro, ya en las primeras páginas, lo que a ella principalmente le preocupan: las emociones y los sentimientos. De hecho, estas charlas de cocina parecen proporcionar a los entrevistados la ansiada oportunidad no sólo de contar sus historias, sino también de finalmente desahogarse. Si bien las personas dejar ver que no están acostumbradas a que se les pida su opinión, y mucho menos a que se les vea como víctimas o testigos de injusticias, pronto se hace evidente que sí están acostumbradas a desconfiar y sospechar, habiendo sufrido espionaje, traición, interrogatorio brutal, fraude, tortura, e incluso encarcelamiento, por experiencia propia o a través de familiares cercanos. El fin del “Homo sovieticus” es así un documento testimonial en el que las víctimas de un sistema opresor, que de otro modo pasarían desapercibidas, tratan de articular el dolor que les acecha silenciosamente durante años. El denominador común de estas vidas es el haber sido marcadas por relaciones de poder severamente asimétricas, a lo largo de varias generaciones, en un continuo de codicia, engaño, alcoholismo y brutalidad penetrando por completo la familia, la comunidad y el estado, y en donde la perestroika no fue más que un breve respiro.


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El “Homo sovieticus”, la muerte y el lenguaje

La perestroika, percibida por unos como un precipicio, por otros como un rayo de esperanza y, al final, como una gran decepción para todos, parece haber fracasado debido a la carencia de un pensamiento democrático por parte de la población, la incompetencia de los poderosos y la batalla brutal por los recursos del país entre “bandidos” que, desde entonces – y una vez más – pudieron enriquecerse y mantenerse en el poder a costa de los más vulnerables de la sociedad. Este tiempo “reciclado” de infusión soviética, que Alexiévich trae ante nuestros ojos, se manifiesta como tenazmente perdurable. Es un tiempo que no solo crea un tipo “inconfundible” de personas, el Homo sovieticus – en el que la autora reconoce a sus vecinos, amigos, a sí misma –, sino que también es producido propiamente por el mismo. De hecho, el Homo sovieticus es un ser atrapado irremediablemente en una ideología basada en dicotomías. Pero ¿cuál es la característica crucial de este Homo sovieticus? Inmediatamente, en la primera página, Alexiévich explica: es la relación con la muerte lo que caracteriza la autopercepción soviética. Pero no es la muerte como una experiencia pasiva de un individuo que simplemente deja de existir, sino más bien la muerte como una actividad colectiva, vigorosa, que permanece omnipresente en la memoria de las personas en sus diversas formas, emergiendo con fuerza en el lenguaje cotidiano. Esta negación voluntariosa de la existencia encuentra pues su expresión vital en El fin del “Homo sovieticus” en el uso fluido de términos como “desaparición”, “ejecución”, “fusilamiento”, “aniquilación” de “traidores” y “fascistas”; en “purgar” un castigo en campos de prisioneros; en el “sacrificio propio” por la “victoria patriótica”. El suicidio, como último recurso, especialmente para los jóvenes y para las personas de moral íntegra que ya no pueden soportar la vida en el reino de la muerte, también se repite constantemente. En las veinte historias de El fin del “Homo sovieticus”, cada caso individual se convierte en una experiencia masiva de una muerte llevada a cabo activamente en un sistema autoritario que lo determina todo: “era el socialismo, y era nuestra vida”, informa Alexiévich. Se trata pues de una vida que no valía nada para el autoritarismo ruso-soviético y que en esta obra resulta ser el tesoro más valioso: el Homo sovieticus, atrapado en cuerpo y alma en el sistema y viviendo las consecuencias de esta trampa hasta al último, a través del tiempo y más allá de este tiempo.


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La perestroika y el problema de la verdad y la libertad

Programáticamente, la autora desvela al Homo sovieticus como una criatura de guerra. La preparación de guerra, los procedimientos de guerra, la glorificación de la guerra, el anhelo de la guerra – sin llegar nunca a superar la guerra – permiten soportar una existencia lastimera en una sociedad militarista que hace la vida imposible, pero que fomenta una supervivencia patriótica: un orgullo nacional alimentado por viejos triunfos, “Stalin nos llevó a la victoria”, y el sentimiento de superioridad del “alma rusa”. La perestroika pareció romper con estos ideales por un breve momento en el que se abrieron los archivos, las máscaras cayeron y los miembros modelo más intachables, leales, orgullosos, confiables y patrióticos en la familia, el vecindario y el estado emergieron como los seres más despiadados de la sociedad. Y lo que hasta ese entonces no pudo o quiso ser visto, se volvió conspicuo: en la Unión Soviética nada era más importante que servir a los propios intereses materiales, nada era más contagioso que la envidia, el resentimiento y la violencia, todo alimentado por las ineludibles miserables condiciones de vida. Pero por un instante, la libertad estaba allí, repentina e incomprensiblemente, y una nueva y verdadera vida “tenía que llegar”. La expectativa era grande en una etapa de cambio, en la que Alexiévich identificó dos valores problemáticos para el Homo sovieticus: la verdad y la libertad. Estos valores eran difíciles porque la gente no los conocía – ¿qué hacer? ¿qué pensar, cuando muchos periódicos ahora dicen “varias verdades” y la verdad absoluta, irrefutable ya no estaba en el único periódico del régimen? – y porque provocaron el colapso impactante de toda una visión del mundo, de la propia autopercepción. En blanco y negro, mediante la súbita disponibilidad de antiguos informes policiales confidenciales, los verdaderos traidores de la patria pudieron ser desenmascarados: los delatores que aceptaron voluntariamente la muerte de amigos y familiares, a cambio de una ligera mejora en sus condiciones de vida; y los gobernantes que alimentaron la ideología del autosacrificio de la población miserable, como deber de lealtad a la patria, para consolidar su propio poder. La verdad y la libertad se volvieron, por lo tanto, desconcertantes, dolorosas, no solo por exponer el ideal de la nación “orgullosa”, “grande”, “espiritualmente superior”, fundada en figuras ejemplares de la literatura rusa – mencionadas a menudo El fin del “Homo sovieticus” –, como una patraña, sino también porque fueron asociadas con el período de privación extrema que siguió a la perestroika.


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Un entendimiento retorcido de la libertad y del “alma rusa superior”

Destacable en la obra de Aleksiévich es el significado banalizado de libertad que se hizo corriente en los años siguientes, traducido en el lenguaje del hambre como la posibilidad de “comer mejor salchicha que antes”, una adulteración del término que parece haber cambiado poco durante las dos décadas de testimonios recopilados en El fin del “Homo sovieticus”. A lo largo de los años, la noción material de libertad, como la capacidad de consumir o poseer algo, sigue siendo tan persistente como la noción idealizada de libertad que prevaleció en la era soviética y continúa siendo propagada por los fieles al partido: como la lealtad ideológica a la aun profundamente sentida “gran alma rusa”. Ya sea con una connotación materialista o ideológica, la así entendida “libertad” sigue siendo válida en ambos casos, independientemente de que se sigan perpetrando asesinatos, torturas o saqueos en el vecino, Chechenia o Afganistán. En la fusión de estas dos nociones de “libertad”, que son solo aparentemente contradictorias, el saqueo material, el abuso y el asesinato se justifican con una autopercepción ideológica que afirma que cualquiera que se niegue a aceptar el mito de la “grandeza” rusa, no merece ser más que efectivamente saqueado, abusado y asesinado. Esto es especialmente cierto para las personas de las repúblicas de Asia Central anteriormente controladas por el poder soviético, todavía acusadas de ser “bárbaras”, ni “eslavas” ni “cristianas”, y consideradas subordinadas debido a su situación frecuentemente indocumentada en Rusia. El fin del “Homo sovieticus” revela, a través del uso del lenguaje de los entrevistados, un ciclo interminable de crímenes repetidos en las voces de Yelena Yuryevna S. (“Tercera Secretaria del Comité de Distrito del Partido”, 49 años), Marina Tikhonovna Issaichik (vecina del difunto Alexander Porfiryevich Sharpilo, pensionista, 63 años), Margarita Pogrebzikaja (médico, 57 años), Margarita K. (refugiada armenia, 41 años), hija de la difunta Lyudmila Malikova (tecnóloga, 47 años), Alisa S. (gerente de publicidad, 35 años), Tanya Kuleshova (estudiante, 21 años) y muchos más. Se trata de atrocidades cometidas bajo el argumento de significados retorcidos que aún nublan una cierta cosmovisión en la Rusia actual: una comprensión de “libertad” traducida en un lenguaje de pobreza y violencia, que interpreta “liberación” como el escarmiento subyugante a través del asesinato, la violación y el saqueo del “traidor”, ya sea hombre o mujer, niño o niña. Esta asociación se solidifica aún más por el hecho de que los actos de violencia son cometidos por milicias cuyos miembros hambrientos no están en condiciones de “comprar su libertad”, codiciando al mismo tiempo los bienes del enemigo “fascista”. En este sentido, “liberación” también significa saqueo y robo en la concepción peculiar del mundo del Homo sovieticus, así como los “fascistas” son para él no sólo aquellos que gozan de una mejor posición económica, sino también de la indignante individualidad de seguir su propio camino.

La microhistoria premonitoria de Aleksiévich y la guerra de Rusia en Ucrania

Con la urgencia de un testigo histórico consciente, Svetlana Alexiévich intentó capturar en El fin del “Homo sovieticus” el contradictorio mundo emocional de lo que ella concebía como un Homo sovieticus en estado de extinción, antes de que fuera demasiado tarde. Desde la perspectiva actual, sin embargo, en el contexto de la guerra rusa en Ucrania, este “casi demasiado tarde” se relativiza, pues el catalizador ideológico del tiempo soviético reciclado, la “mano de hierro” que debe conducir a la “victoria rusa”, parece ser ahora más real y destructivo que nunca. De esta manera, la escritura microhistórica de Alexiévich puede considerarse premonitoria, arrojando hoy nueva luz sobre el destino trágico y transgeneracional del orgullo nacional ruso y su prole: una juventud a la que se le impide conocer el verdadero significado y el valor de la libertad. La constatación desgarradora de Alexiévich: “nadie nos enseñó a vivir en libertad, sólo a morir por ella”, es lo que experimentan cada día miles de soldados rusos en los campos de guerra creados por sus propias manos en Ucrania. Hace diez años, El fin del “Homo sovieticus” nos presentó historias remontándose hasta más de treinta años atrás, relatos sobre el trauma soviético del fracaso humano. Sus secuelas siguen causando nuevos sufrimientos en Ucrania en este momento. Los ucranianos y ucranianas de hoy están pagando un alto precio por rechazar la noción quimérica del “extraordinaria alma rusa”, únicamente realizada como una mera paradoja sangrienta. La inconsistente arrogancia rusa se ve a sí misma tanto denigrada como envidiada por “Occidente”, considerando necesario demostrar una superioridad percibida como “otorgada por Dios” a través de la reconstrucción forzada – y suicida – de un “gran imperio”, pues “algo debe suceder” que traiga finalmente la “merecida” eterna victoria. Una vez más, las nuevas generaciones se enfrentan a otra constante que va repitiéndose en el círculo vicioso de una violencia interminable. Sin embargo, puede ser que esta anhelada “mano de Dios” también revele un secreto deseo de salvación de la habitual “mano de hierro”. O, tal vez, esta fantasía sea simplemente la causa de todo mal en el “alma rusa” hasta el día de hoy. El fin del “Homo sovieticus” de Svetlana Aleksiévich nos ayuda a comprender un poco más lo que actualmente pueda parecernos absolutamente incomprensible.


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Sobre Svetlana Alexandrovna Alexiévich

La autora bielorrusa Svetlana Alexandrovna Alexiévich, nacida en Ucrania en 1948, fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2015: “por su obra polifónica, un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo”. El fin del “Homo sovieticus”  (2015), publicada por la editorial El Acantilado y en la traducción de Jorge Ferrer, está disponible aquí.

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